sábado, 21 de abril de 2018

El despertador, ese artilugio del infierno...

Aquí, un servidor de vds, como bien espíritu maligno que es, resulta que es ave nocturna. Un buho, como suele decirse figuradamente, en contraste con las alondras, esa clase de gente extraña que por motivos que se me escapan se levantan como para pillar dormido al gallo. Mi padre es de estos y la Sra. Lantern también.

Desde que tengo uso de razón levantarme por la mañana ha sido... bueno, depende. Ha ido de simplemente difícil hasta una tortura. Y que conste que no me quito responsabilidad por el asunto, como mi momento álgido de energía es por la noche tengo una tendencia natural a retrasar el irme a dormir. Estudié (y estudio) de noche, he pasado muchas horas leyendo libros de terror o jugando a videojuegos a horas intempestivas, por no hablar de las quedadas con los amigos jugando a juegos de mesa, que no acababan nunca. Algunas de las más notables acababan con los primeros rayos de sol, como cierto pique que nos pegamos al Uno una noche de agosto en casa del ilustre Sr. F.

Tira la cabra al monte que dicen. Así que para evitar males mayores me obligo a ir a dormir a una hora razonable, con un nivel de cumplimiento que intento que sea alto. Aun así, tengo dos despertadores y el combo ducha + café negrísimo es imprescindible por las mañanas, a no ser que no me importe que el cerebro se me comience a despertar sobre las diez.

Así que cuando me encontré con este vídeo que os pongo a continuación (a veces, unos dibujos animados a tiempo pueden evitar un lloro histérico a un niño de un año el tiempo suficiente como para servir la cena sin que te perfore un tímpano) me sentí muy identificado. Por no decir que me trajo muy buenos recuerdos, creo que mi infancia murió el día que, por el motivo que fuera, dejé de ver los dibujos animados de la pantera rosa.

Probando, probando... Tao Long

El otro día a la Sra. Lantern y a un servidor nos pilló nuestro décimo aniversario de boda (¿bodas de papel de plata?) a media semana. Podríamos haber organizado algo a la altura, pero nos pilló a los dos liadísimos en el trabajo, cansados y el día siguiente teníamos que madrugar, así que dejamos la celebración oficial en pausa, pero no renunciamos a hacer algo especial el día que tocaba.

Así que organizamos la noche para poder estar libres de calabacillas y salimos a cenar fuera, a uno de nuestros sitios favoritos: La Pifia, un friki-bar pequeñete y agradable, con abundancia de juegos de mesa para probar, variedad de bocatas, picoteos y comidas varias (incluyendo opciones vegetarianas y veganas, que a un servidor le van de lujo) y si el día se precia puedes encontrar desde maratones de sagas de cine o series, hasta sesiones de juego de rol, cartas, juegos de mesa, etc. Un sitio muy majo que os recomiendo si visitáis Lleida algún día. 

Una vez allí, mientras llegaban los bocatas y las "bravas" (alternativas, con una selección de salsas deliciosas), cotilleamos los juegos que tenían y acabamos escogiendo este, el Tao Long. Por lo visto proviene de un Kickstarter (del que ni me enteré, la verdad).


El funcionamiento es relativamente sencillo. Y el aspecto visual impecable. Si sois de los que os encanta el arte tradicional japonés os gusta, éste es vuestro juego.


En la parte izquierda del tablero (en las fotos a la derecha, porque yo estaba en el otro extremo) una representación del mundo espiritual, el Ba Gua, con las diferentes energías elementales que fluyen por en él.

Al otro lado, el mundo terrenal donde dos dragones orientales, blanco y negro, combaten entre ellos mediante las energías desplegadas en el mundo espiritual. El tablero de esta parte está formado por casillas, por las que los dragones orientales (lineales, formados por varias casillas) se desplazan mediante el encaramiento de su cabeza, con sus colas siguiendo ese camino. Las colas también son los puntos de vida, cuando se pierde cuatro puntos de "agua" (azules, en su lado del Ba Gua) equivale a perder una casilla de cola. Cuando se pierde la última, el dragón (o su cabeza, mejor dicho) ha sido vencido.

Mientras nos íbamos leyendo las reglas, la Sra. Lantern, alondra donde las haya, sufría los efectos del cansancio y la hora tardía e intentaba combatirlos con bebidas refrescantes con cafeína, a añadir al té verde con menta de justo antes de salir de casa. Comenzamos una partida de prueba mientras nos íbamos empapando de las reglas. El movimiento de los dragones se realiza a voluntad, siempre que cumpla con las limitaciones de la casilla del Ba Gua donde has dejado la última de las fichas de la pila seleccionada.



Entonces, oh milagro, mi Sra. esposa comienza a despertarse al activarse la parte de su cerebro que regula la competitividad. Y no por el efecto de la cafeína, no. Conforme asumía las reglas, su cerebro comenzaba a hervir de tácticas, ideas y estrategias malvadas. Para cuando levanté la vista de las reglas, ya era tarde. Un intenso fulgor rojizo se había adueñado de sus ojos. El resto de la partida consistió en un huracán de mordiscos, fogonazos, zarpazos, coscorrones, patadas en el culo y mocos pegados en la nuca de parte del dragón negro al blanco, que no pudo hacer nada ante la ondanada de ostias que le cayó turno a turno de parte del dragón negro. ¿Adivináis cuál llevaba yo? Exacto.

Se lo pasó tan bien pegándome tal paliza que quiso hacer otra de nuevo. Así que mientra ella desplegaba de forma alegre (¿pero tu no te estabas cayendo dormida?) las fichas de montaña para poder jugar el segundo de los escenarios, en el que los dragones empiezan separados por una cordillera montañosa, servidor cotilleaba un episodio de House of Cards que echaban en la tele o la colección de armas antiguas que decora la pared del local.

Ésta, precisamente.
La segunda partida no varió ni un ápice respecto a la primera. Mientras yo intentaba encararme de manera adecuada para tener opciones de victoria (¿supervivencia?) ante la amenaza de otro linchamiento dragonil, mi amada esposa destrozaba a dentelladas la cordillera y se lanzaba con frenesí hacia mí. En cuestión de pocos turnos, no era más que una cabeza seccionada sin cola, víctima de otro atropello inmisericorde.



Que sí, que sí, que muy bonito el juego y que estábamos aprendiendo y bla, bla, bla. Pero al final que la jornada el que volvió arrastrándose hacia la cama fui yo.

Eso sí, es bonito ver que tras diez años y tres hijos, la Sra. Lantern sigue siendo aquella jovencita risueña a la que sólo se podía ganar al ajedrez si ponías a un lado del tablero, como quien no quiere la cosa, el bol de frutos secos. Y que sea así por muchos años más.